lunes, 5 de mayo de 2008

La doctrina de la muralla

por Alberto Benegas Lynch

Alberto Benegas Lynch es académico asociado del Cato Institute y Presidente de la Sección Ciencias Económicas de la Academia Nacional de Ciencias de Argentina.

Uno de los mayores atractivos de la revolución estadounidense en el siglo dieciocho fue el establecimiento de la tajante separación entre el poder político y las religiones. Esto se debía principalmente a que los colonos habían huido despavoridos de la intolerancia religiosa en Inglaterra y, muy especialmente, en el continente europeo. Las torturas, los suplicios y las matanzas que se llevaron a cabo en nombre de Dios, la misericordia y la bondad espantan al mas curtido de los mortales. Los procedimientos inquisitoriales avalados por los gobiernos, hacían la vida insoportable. De allí que en la nueva tierra americana fueron muy bien recibidos los principios de tolerancia y respeto recíproco a las diversas creencias o ausencia de creencias religiosas.

El Estatuto de Libertad Religiosa de Virginia y la Primera Enmienda de la Constitución Federal de los Estados Unidos enfatizaban aquellos principios a través de la separación entre las religiones y el aparato estatal. El primero de enero de 1802, Thomas Jefferson en respuesta a una nota de felicitación recibida de la Danbury Baptist Association con motivo de su asunción como el tercer presidente de aquella nación, se refirió a la indispensable “muralla de separación entre la iglesia y el estado” (dicho sea de paso, esta última expresión escrita con minúscula del mismo modo que se escribe personas, individuos o ciudadanos a las que teóricamente responde el estado que fue constituido para proteger los derechos de aquellos).

A partir de allí, se acuñó la expresión “doctrina de la muralla”, a la que aludió la Corte Suprema de ese país en 1878 en Reynolds v. United States al asimilar lo escrito por Jefferosn a la antes mencionada primera Enmienda constitucional, lo cual volvió a ocurrir en sentencias de 1847-1848 de la Corte en el caso McCollum v. Board of Education.

Pero es de gran interés subrayar que no solo se consideraba indispensable separar el estado de las religiones sino que, como un reaseguro adicional, James Madison escribió en el numero diez de los Papeles Federalistas que “Una secta religiosa puede degenerar en una facción política en una parte de la Confederación, pero la variedad de sectas dispersas en toda su extensión previene contra los peligros de esa fuente”. A su vez, esta idea de la conveniencia de la multiplicidad de denominaciones religiosas como dique adicional de contención contra la intolerancia proviene de Voltaire y de Adam Smith. El primero escribe en su Epistolario inglés que “Si no hubiese en Inglaterra más que una religión, sería de temer el despotismo. Si hubiese dos, se cortarían mutuamente el cuello. Pero como hay una treintena, viven en paz y armonía” (1734/2001, Buenos Aires, Editorial El Ateneo, p.34). Por su parte, Smith en La riqueza de las naciones apunta que “El celo interesado y activo de los predicadores religiosos solo puede resultar peligroso y perturbador allí donde solo se tolera una secta [...] Pero ese celo resutará por completo innocuo allí donde la sociedad está dividida en doscientas o trescientas, y quizá en dos o tres mil sectas pequeñas, ninguna de las cuales tiene importancia suficiente para perturbar la tranquilidad pública” (1776/1961, Madrid, Aguilar, p.689-90).

No hay amenaza mayor a las libertades de las personas que el otorgar poder político a quienes consideran que son depositarios de la verdad absoluta. Nada mas cierto que el adagio latino Ubi dubium ibi libertas (donde hay duda hay libertad), puesto que si hay certezas no resulta necesaria la facultad de sopesar y decidir entre diversas posibilidades de acción. Una cosa es buscar afanosamente la verdad en un interminable camino de corroboraciones provisorias y refutaciones y otra bien distinta es que se declare haber llegado a una meta definitiva e incuestionable.

La religión, igual que las relaciones amorosas, son cuestiones privadas que nada tienen que ver con la esfera pública y menos aún con el monopolio de la fuerza. Los fundamentalismos y fanatismos religiosos constituyen de por si peligros enormes pero si se permite que se alíen con el poder político no hay escapatoria para las autonomías individuales que son el sustento de la libertad.

Ocurren hoy desaguisados en algunos países del mundo islámico del mismo modo en que antaño ocurrían en la cristiandad con la criminal Inquisición y con la “guerra santa” de las conquistas en lo que hoy ubicamos al sur del Río Grande (o Río Bravo según de que lado se lo mire), tergiversando aquella fértil tradición musulmana que, como señalan, entre muchos otros, Gustave LeBon, Gary Becker, Angus Macnab, Ernst Renan, Segundo Linares Quintana, Carlos López de Haro y Juan Beneyto, en su momento ha servido para conectar la cultura clásica con la modernidad y realizar formidables aportes a la filosofía, el derecho, la medicina, la geometría, la arquitectura, la economía, la música, la literatura y, de modo especial, se han constituido en guías sobresalientes de tolerancia con cristianos y judíos, por ejemplo, durante sus ocho siglos de permanencia en España.

Hay mil cuatrocientos millones de musulmanes en el mundo, buena parte de los cuales se aterrorizan de las tergiversaciones aberrantes que se hace de su religión en ciertos lares pero, tal como escribe Guy Sorman, puede decirse que el Corán es “el libro de los hombres de negocios debido a su respeto por los contratos y la propiedad” . Por otra parte, en 5:31 se lee que “Quien mata, excepto por asesinato, será tratado como que mató a la humanidad y quien salva a uno es como si salvara a la humanidad”, y Huston Smith —profesor de religiones comparadas en MIT— sostiene que en Occidente hasta se ha tergiversado la noción de jihad que quiere decir “guerra interior contra el pecado”. En todas las religiones como en casi todos los grupos humanos hay bueno, regular y malo, el problema es cuando se generaliza. En este sentido, es pertinente recordar que cuando le preguntaron a Chesterton su opinión sobre los franceses, respondió “no se porque no los conozco a todos”. En cualquier caso, es de desear que en los tiempos convulsionados en que vivimos se repasen los sólidos fundamentos y los principios renovadores y prudentes de la dieciochesca “doctrina de la muralla”.

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